miércoles, 20 de mayo de 2009

El viejo

El viejo.

El taller, estaba ubicado detrás de la vivienda familiar,
al fondo del terreno.
El viejo, desempeñaba en él, su oficio de chapista,
única entrada de dinero para el sustento de la familia.
Comenzaba su jornada de trabajo desde muy temprano,
pero siempre, procurando realizar las tareas
que implicaban mucho ruido, ya avanzada la mañana,
para no molestar a los vecinos.
Pregonaba y practicaba el respeto por el prójimo.
Hombre sencillo, de perfil bajo, sonrisa amiguera
y alma caritativa.
Padre de seis hijos, cinco de su sangre y uno del corazón,
a quienes se brindó, sin ninguna diferencia.
Era característico en él, además de su andar tranquilo,
llevar los pantalones mucho más abajo de la cintura,
quitándole así mérito al cinto.
Y la punta de un pañuelo de mano, arrugado,
asomando de uno de los bolsillos traseros,
al mejor estilo “Cantinflas”.
Sus zapatos, lucían carencia de betún, pero con un amplio muestrario de los distintos tonos de pintura,
que había usado en los autos.
Y era infaltable en su atuendo, una gorra de visera,
que de acuerdo a la estación,
Era de paño, propicio para el frío o de tela liviana,
para protegerlo del sol.
Nunca faltaba comedido, que dijera, a manera de chanza:
“Eso, es para cubrir la falta de cabello”.
A lo que respondía, con una sonrisa y mirada pícara
“¿Y vos, dónde vistes un burro sin pelo?”
En sus ratos de ocio recreaba su pasión por la música
y sus dones de cantautor o dibujante autodidacta.
¡De burro, ni el pelo!
Cada Domingo, después del desayuno, salía a comprar
el diario y “el vermucito”, cómo denominaba a la picadita
que consistía en maníes, papas fritas, salamín picado fino
y una botella de “CINZANO”.
Con todas estas provisiones volvía a la casa,
no sin antes, recorrer alguna plaza de la ciudad, en busca
de algún “colimba” solitario.
Al que se acercaba e invitaba a almorzar,
cómo si lo conociera de toda la vida.
Así fue, cómo varios jóvenes que hacían el servicio militar lejos de su hogar, compartieron la mesa familiar.
Con eso, intentaba retribuir el gesto que recibió en más de una ocasión, encontrándose en las mismas circunstancias.
Sentía, un amor especial por los niños y no admitía malos tratos
físicos o verbales hacia ellos, en su presencia.
Solía decir: “Los golpes los aplico para enderezar las chapas en el taller, para educar a mis hijos, palabras, cariño y ejemplo.”
Su carisma, abarcaba también a los animales.
Tenía de mascota, una perrita blanca que le regalaron, a la que llamó “Mechita”.
La perra, era algo así cómo su sombra. Mientras él viejo trabajaba, ella se echaba en un rincón del taller.
Y cuando llegaba la hora del descanso,
iba delante de sus pasos acompañándolo hasta la casa.
Cada vez que se preñaba y llegaba el momento de parir, le avisaba, con ladridos, y mordisqueando la bocamangas
de su pantalón, a la vez que lo miraba, cómo diciendo,
“llego el momento, ayudame”.
El viejo dejaba todo, buscaba una caja cómoda,
metía dentro unos trapos en desuso,
y acomodaba a “mechita” y su cama de parto,
en el lavadero de la casa.
En la última parición, la perra dio a luz dos cachorros.
Días después, aparecieron en la vereda, dos gatitos abandonados y hambrientos.
El viejo los levantó, los acarició y se fue
hasta dónde estaba “mechita”, cumpliendo su rol de madre.
Colocó los dos gatitos, junto a ella y le dijo: “mechita, ayudalos”.
La perra correspondió a su pedido, adoptó a los dos gatos, cómo suyos,y les dio de mamar a la par de sus cachorros.
¿Cómo es el dicho? “Dicen que la prenda se parece al dueño”
o “Dicen que la perra se parece al dueño”…
Cierto día, que el barrio se vio conmocionado,
por la muerte de una beba de apenas días.
Cuya madre, expulsó en el parto, además de la placenta,
todas sus obligaciones para con la recién nacida.
Después de ayudar, cómo buen vecino, en todos los trámites
que se requieren en esos casos.
El viejo, con la cara triste y un andar pachorriento,
fue hasta la carnicería, compró el mejor pedazo de carne
con hueso, que vio en el exhibidor, volvió a la casa
y se lo dio a “mechita”, mientras le decía “vos, te lo ganaste”.
Entre los papeles que se encontraron en el taller, cuando el viejo dejó este mundo, apareció una hoja de cuaderno escrita con su letra y en ella un poema.
Una de las estrofas, dice así:
“Una vez que dió a luz dos cachorritos,
La puse en un rincón del lavadero.
Y amantó también a dos gatitos,
Mirá, si es buena madre, por eso yo la quiero.”

Olvi.


Es un buen tipo mi viejo…
Gracias papi, por dejarme de herencia el orgullo de ser tu hija.
Hace pocos días fue tu cumple, había cinzanito en mi mesa.

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