jueves, 21 de junio de 2018

zapatos rojos


Se anuncia la primavera y junto con el renacer de los brotes, recobro energía, cómo un oso, después de su letargo de invierno. Definitivamente la primavera es la estación que más espero. Aunque en el lugar que habito, sólo puedo disfrutar de ella ya avanzado el mes de octubre. Hasta entonces, el invierno se resiste, y con su último aliento, nos impone varios días más de frío, lluvias y vientos, privándonos así de disfrutar soles cargados de calor, y por consecuencia de cualquier actividad en espacios al aire libre.
Aunque todo el conjunto de la sociedad, interactúe convencido, que la primavera está totalmente instalada.
Prueba de ello, son las vidrieras afanosamente preparadas para atraer a los consumidores, desplegando un amplio surtido de prendas apropiadas para temperaturas más elevadas y marcando con su colorido las tendencias de la moda.
Debo admitir, que sin ser gran consumidora, siento debilidad por detenerme ante ellas y observarlas detenidamente.
Así fue, cómo atrajeron mi atención un par de zapatos de tacón, color rojo, que se lucían provocadores en uno de los escaparates. Quedé absorta observándolos, acariciándolos con la mirada. De pronto, las imágenes, comenzaron a desprenderse unas tras otras desde un rincón de mi memoria, cargadas de nostalgias.
Y llegó nítido, el recuerdo de doña Hortensia, una española, que junto a su marido, Don Ramón, eran los dueños del almacén ubicado en la esquina, frente a la casa de mi abuela Olvido, dónde pasé mi niñez.
Llevaba en este país más años que en su patria natal, y aun así conservaba muy arraigadas las costumbres de sus antepasados.
Solía ocultar sus cabellos bajo un pañuelo del mismo tono que toda su vestimenta, negro funesto, poniendo de manifiesto permanentemente la pérdida de algún familiar.
Y por encima de su clásico batón, llevaba un delantal confeccionado por ella misma, con la tela que reciclaba de los sacos de harina, cubriendo así pechera y falda, y manteniendo la pulcritud de sus ropas.
Muy austera en su forma de vivir, entregada al trabajo y en constante plan de ahorro. Palabras y sonrisas, formaban parte de su economía.
El almacén de don Ramón, era el lugar apropiado para satisfacer las demandas de consumo de los habitantes del barrio, sin tener que recurrir al centro de la ciudad. Cosa totalmente engorrosa por esos tiempos, ya que no se disponía de automóviles particulares y para cubrir la distancia sólo se contaba con un micro que pasaba cada media hora (con suerte) y tardaba en hacer el recorrido, mínimo, otra hora más.
Resultado, si había en lo de Doña Hortensia, se compraba ahí.
¡Y qué no había! Desde lo más imprescindible, cómo el pan o la leche, hasta lo más increíble. ¡Y si, calzado, también!
Además, se contaba con la ventaja de que la almacenera, contribuía al ahorro de las familias humildes del barrio.
Yo:-Buenos días, Doña hortensia, dice mi abuela, que por favor le anote una lata de duraznos en almíbar.-
Ella:-Vale niña, dile a tu abuela que le mando un kilo de manzanas que he recibido hoy, que son más baratas y tan sabrosas cómo los duraznos.-
Yo:-Voy a llevar, 50 centavos en caramelos masticables-
Ella:-Ala, con 25 es suficiente, guarda otros 25 para mañana, que tanto dulce daña los dientes.-
Y así fue cómo me quedé con las ganas de unos zapatos que estaban a la venta en el almacén. Había de distintos modelos y colores, pero a mí me gustaban unos rojos, tipo mocasines, de suela de cuero.
¡Deseaba tanto renovar el clásico Guillermina color negro, de goma y cuero!. Los famosos “Gomicuer”, compañeros fieles de rayuelas y más rayuelas, juegos de pelotas, carreras, saltos con la soga y más de un chapoteo en los charcos después de la lluvia, y nada, ellos inalterables. Un trapo húmedo, betún y cómo nuevos otra vez.
Y en cuanto el crecimiento del pie pedía cambio, aparecía otro flamante par de “Gomicuer”, cuando no lo heredaba de las primas mayores, claro está.
Si mal no recuerdo, creo que fue el día que cumplía yo diez años, mi abuela, a modo de regalo, me mandó al almacén a comprar un par de zapatos. Fui tan apurada, cómo feliz, con la idea fija en los zapatos rojos, me paré frente a la estantería de calzados y cuando se acercó la almacenera, le señalé la caja, que tenía escrito, “color rojo, Nº 30” y le dije, muy segura de mi misma, -Quiero probarme esos zapatos, mi abuela me autorizó.-
Doña Hortensia, sin mediar palabra, estiró la mano y bajó la caja que decía,“Nº30, color negro”, y antes de que yo pudiera decirle – Doña Hortensia, se confundió de caja-
 Me dijo: -Anda, pruébate estos, te van a durar mucho más, los otros son muy caros para el bolsillo de tu abuela, no la pongas en gastos innecesarios-.
Gran cachetada a mi autoestima y adiós zapatos de mis sueños.
Creo que a partir de ese momento se insertó en mí la idea que ciertas cosas, por más que me gustaran, las deseara y estuviera en condiciones de adquirirlas, no eran apropiadas para mí. Autocensuré mis gustos y me regí por una conducta conservadora.
El espíritu monopolizador de Doña Hortensia me acompaño por varios años, sin que me percatara de ello.
Pero esta primavera, número cincuenta en mi vida, el oso despertó con ánimo renovador y desafiante.
Llegué a casa cargando una bolsa con membrete de zapatería, y con la sensación de haberme despojado de un montón de deseos truncados. Descubrí mi reciente adquisición, ante los ojos perplejos de mi hija, que exclamó, con gestos de reprobación en su rostro.
-¡Mamá, zapatos rojos!-
Me calcé los zapatos, caminé emulando el paso de las modelos en la pasarela y le respondí: -Hija, Doña Hortensia, se murió-, dejándola aún más perpleja.
Sin esperar que entienda y sin dar explicación, di rienda suelta a la alegría que emanaba de mi alma, con el mismo ímpetu que los brotes en los árboles y comencé a cantar con placer... “De chiquilín, te miraba de afuera, cómo esas cosas que nunca se alcanzan”…
                                                     Betty Mena-

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