jueves, 21 de junio de 2018

El gato,Primavera,Luisa, Narciso y Boedo antiguo...

Madrugar no es lo mío, dormir siesta, tampoco. Suelo alargar las horas de sueño hasta que el cuerpo me da señales de que ya está satisfecho. Y claro, dada la hora que me levanto, ya no queda margen para siesta, si es que quiero disfrutar la luz del día. En esta etapa de mi vida dónde los compromisos escolares y laborales ya están más que superados, he decretado para mí, hacer lo que realmente siento y tengo ganas. Madrugar, está en la lista de lo que NO quiero hacer y por eso son pocas las actividades que me apartan de mi sueño mañanero.
Pero (siempre hay un pero), hace varios días me viene despertando “el gato”, que no es precisamente mi mascota. Gato, es el apodo del personaje del barrio, que adopto la esquina de casa, cómo paradero durante el día. Lo conocí hace años, cuando era famoso en el pueblo, por su habilidad en el fútbol y por su fama de “don Juan”. La fama de mujeriego, no fue algo que ganó con mucho esfuerzo, la herencia genética fue muy generosa con él, no así con sus hermanos. Por esa época, un joven atractivo, con lindas facciones y con un buen físico. Sumando a ello, un futuro prometedor en lo deportivo, eran cualidades que atraían a las jovencitas y a más de una dama cuya edad o estado civil, no eran impedimentos para disfrutar de los atributos del galán del pueblo. No pasó mucho tiempo que un equipo de fútbol de otra provincia, con aspiraciones de ascenso en la liga, hizo que “el gato” comenzara a transitar su sueño, jugar en las primeras divisiones. En principio, fue un contrato para una división más baja, pero era el pasaporte para llegar a la meta. En los descansos entre partidos y entrenamiento, conoció al amor, formo pareja y de ella nacieron hijos. Un privilegiado se podría decir, logro lo que pocos, ganarse la vida haciendo lo que le gustaba. En un receso vacacional, vino de visita al pueblo, se lo veía feliz, luciendo su triunfo deportivo, económico y sentimental. Hasta que en uno de esos días sin pena, ni gloria, a que nos tiene acostumbrados el ritmo del pueblo, llegó y circuló boca a boca, la nefasta noticia. El gato, había tenido un accidente, una mala jugada lo había dejado fuera del partido y con una pierna con quebradura expuesta. La intervención quirúrgica y la rehabilitación, que duró meses, no fueron buenas. Y así fue, cómo volvió al pueblo con su mujer, sus hijos, y el diagnóstico más cruel para un deportista, la renguera, sería de por vida. Cómo ayuda al hijo pródigo, le dieron una casa a estrenar en un barrio pronto a inaugurar y trabajo en el municipio. Pero nada fue suficiente para calmar su desazón. Encontró en el alcohol, el mejor aliado para olvidar su desgracia, pero también olvidó a su mujer y a sus hijos. No faltó quien le diera una mano, para sacarlo de su adicción. Estuvo internado en rehabilitación y lejos del pueblo muchos años. Cada tanto venía, dos o tres días, se lo veía bien, aseado y coherente, saludando a quienes se cruzaba, conociera o no. Cuando decidió quedarse definitivamente, comenzó su total perdición. Fueron muy pocos los días que se lo vio sobrio. Tomó por costumbre pararse en la puerta del supermercado que está en la esquina, en diagonal a casa. Muchos de sus ex compañeros de colegio, deporte y amigos, suelen concurrir a dicho supermercado y de esa manera se le hacía fácil conseguir, pedido mediante, el dinero para saciar su vicio. Apenas juntaba lo necesario, entraba al súper, compraba la caja de vino y se sentaba unos metros más allá a ponerle fin al contenido. Con el tiempo, el abuso en el consumo, fue haciendo estragos en todo él. El abandono físico llego a su punto máximo, la salud mental sufrió un deterioro considerable, los buenos modales para pedir la limosna, desaparecían con los primeros tragos y la ansiedad por conseguir más alcohol daba paso a los exabruptos. Las quejas de los clientes, se fueron sumando y por tal motivo, el personal de seguridad del supermercado, no solo lo desalojó de la vereda, sino que marcó un límite para su permanencia en el lugar. Desde entonces, la vereda de la frutería, que linda con mi casa, se convirtió en su nuevo parador. Pero, para lograr las monedas que antes obtenía estirando la mano, ahora debe gritar, para hacer notar su presencia. El, al grito de: -¡Holaaaa Papuuuuuuuuuuu!- Logra su cometido. Y yo, me despierto, sobresaltada y acordándome de toda su estirpe, su adicción, su pierna rota, su carrera frustrada, del médico que lo operó y etc., etc.
De los años de niñez y adolescencia, vividos en mi ciudad natal, tengo varios recuerdos, de personajes similares a “el gato”, no por su historia de vida en sí, sino por ser individuos con una característica que sobresale del resto de los habitantes del lugar.
Por las calles del centro solían transitar y eran populares, “Don Primavera”, quien se había ganado el mote porque invierno y verano vestía igual, con una impecable camisa color celeste de mangas cortas. Ofrecía sus billetes de lotería día, tras día, con su sonrisa amable y su trato cordial. El frío intenso del invierno patagónico, que a todos obligaba abrigarse, no hacía mella en él. Un personaje querido y recordado por todos los que lo conocieron. Aún vive en la misma ciudad.
Luisa, “la loca de la lotería”, cómo le decían, una judía polaca, que también vendía billetes de lotería y se paseaba con su pelo ensortijado, largo y desprolijo, teñido de amarillo paja, vistiendo cuanta más ropa podía, por temor a que se la roben y propinando algún insulto a los que se cruzaban por su camino, cuando no tenía un buen día. Había y hay, quienes la recuerdan en sus días de gloria, luciendo sus ojos verdes, su rostro bello y su cuerpo esbelto y atractivo. Fue figura codiciada en el viejo cabaret, en plena época del auge petrolero, dónde los derroches no solo eran de dinero, también de bajos instintos. Luisa, una noche macabra, encontró sin querer, la maldad de los hombres, abuso físico y sobredosis. Su mente no resistió, y ahí iba Luisa, por las calles, contra el viento, ofreciendo sus billetes, unos días enojada con el mundo y otros días no. Falleció víctima del cáncer, en el hospital Regional.
Y Narciso, ¡Que personaje!, Narciso, vivió con sus padres y hermanos en el casco de una estancia, cercana a la ciudad, hasta que su madre enfermó y falleció. El padre, sumido en la tristeza, no pudo hacerse cargo de la crianza de sus hijos. Narciso, fue adoptado por el sastre y su Sra., a los tres años de edad. Creció jugando con los chicos del barrio, en las calles del centro, dónde su padre adoptivo tenía el negocio y la vivienda. Narciso, un día cualquiera, se despojó del traje excesivamente pulcro y prolijo, decidió hablar lo justo y necesario y vivir sus días en soledad. Se identificaba con dos oficios, sin ejercerlos, de lustrabotas, cajón de madera bajo el brazo o petrolero, con botines de seguridad y casco metálico plateado sobre su cabeza. Solía sentarse sobre su banco, delante de las vidrieras de los negocios que exhibían televisores, y tranquilo, miraba sin escuchar, la programación que ofrecían. A Narciso, el que se recostaba panza al aire, a tomar sol, en el banco de la plazoleta, lo sorprendió la muerte, una noche de feroz tormenta, la precaria casilla que él mismo construyera, de chapa y madera, se derrumbó sobre cuerpo mientras dormía.
No de todos los personajes de barrio, que he conocido, se su historia. Algunos, no tienen en mí recuerdo, historia previa, ni final.
En Boedo, un barrio porteño, conocí a la mujer que barría la vereda, no se su historia, no se su nombre, si escuche decir: -Ahí está la loca, barriendo la vereda-. Era una mujer mayor, vivía en una casa muy antigua, con una puerta altísima de doble hoja, de madera, color marrón claro desgastado. Por esa puerta salía a diario a realizar su trabajo, con la escoba y un bidón de plástico con agua. Su apariencia era desalineada, pelo largo negro, invadido por las canas, ropa muy añeja, de tonos opacos, medias y pantuflas. Los rasgos austeros y rígidos de su rostro, me hacían adjudicarle mal carácter y creer que era una persona poco amigable. Otro día, pude verla luciendo unos anticuados ruleros y un viejo delantal, al estilo de Doña Florinda. Barría y barría, con tanto afán que muchas veces, sobrepasaba los límites de su vereda y llegaba muchos metros más allá, hasta la esquina. Cada tanto, tomaba el bidón y volcaba un chorro de agua sobre las baldosas o levantaba hojas, papeles o pequeñas ramitas y los depositaba en un contenedor municipal. Ella, hacía su tarea, sin percatarse de los demás, nada de lo que ocurriera en el entorno, la distraía. Cierto día, la vi salir de su casa, vestida de manera irreconocible. Llevaba un traje de falda y chaqueta de paño color rojo intenso, zapatos de taco bajo y cartera de cuero, color negro reluciente. Su cabello estaba peinado, tirante y prolijo rematando en un rodete en la nuca y los labios pintados del mismo tono que su vestimenta. ¡Vaya si me sorprendió! Caminó rápido y se perdió a la vuelta de la esquina, dejándome a mí, con la boca abierta y pensando en los posibles destinos, donde iría a lucir su impecable atuendo.
También en Boedo, barrio de tango, murga y carnaval, de veredas con añejos árboles y apetecibles sombras, dónde se posan los zorzales, a silbar de madrugada, convocando al amor. Lo vi pasar… Los días soleados, apenas pasadas las horas de la siesta, cuando los zorzales dormían, se oía la música que él hacía. No supe su nombre, tampoco su historia, pero mis oídos se deleitaban con la dulce melodía que creaba con su armónica, su presencia transitoria me llenaba de ternura. Un hombre canoso, un anciano, que a paso lento, recorría las viejas veredas del barrio. Llevaba en una mano, la armónica apretada, junto a sus labios y con la otra, sostenía fuerte la correa de su acompañante, su mascota, un pequeño perro raza callejera.
No viví más tardes soleadas en Boedo, ni volví a escuchar sus melodías, no sé, si su música aún suena por las calles, si su mascota le hace compañía. Cada vez que recuerdo, este personaje sin historia previa y sin final, me nace una sonrisa.
Y vos, que estás leyendo, lo que narro. ¿A quién recordas?

No hay comentarios:

Publicar un comentario