miércoles, 1 de julio de 2009

Sembrando recuerdos


Cada vez que hago un repaso de los días de mi infancia, la imagen de mi abuela Olvido emerge de mi memoria, logrando instalar ternura y sonrisa en mi alma.

En muchas de mis labores, cómo ama de casa, esta su ejemplo.
Desde la elección de los colores para decorar la casa, hasta las recetas de sus comidas y dulces. Que se van difundiendo entre la familia, aunque por más que pongamos el mejor empeño para hacerlas, siempre, siempre, les falta el sabor especial, el toque de sus manos.
Tuve la suerte, por cosas de la vida, de convivir con ella hasta los 16 años.
Me crió con amor y me enseñó todo lo que debía, para ser una persona honesta.
La imagen de su figura, prevalece junto a mí, por distintas facetas de mi infancia y adolescencia.
Hay momentos que sobresalen y recuerdo con más fidelidad, sin ser los más relevantes, cómo el de comunión, o el de los quince, por ejemplo.

Lo que más me gusta repasar, de todo lo vivido junto a ella, es el momento de acostarnos.
Mi abuela era viuda, si no tengo mal los datos, mi abuelo falleció cuando yo tenía dos años de vida. Y quedamos las dos, compartiendo los días sin él, la casa y la cama matrimonial.
Ella, trabajaba mucho para mantenerse, no cobraba pensión alguna de su marido,
A pesar de que por años se había desempeñado cómo empleado municipal, llegando al cargo de capataz.
Si bien ella realizó todos los trámites pertinentes, nunca se supo que gestión, la privo de sus derechos. Por ello, debía lavar y planchar, pilas y pilas de ropa.
Solía levantarse de madrugada, en época de invierno, la claridad tardaba horas en hacerse
presente, mientras ella, escuchando la radio, y con el mejor ánimo se dedicaba a las tareas
que la ayudaban a afrontar sus gastos.
Era normal, que se acostara temprano, y yo con ella, aunque no tuviera ganas de hacerlo.
Ahí era, dónde mi abuela, se armaba de paciencia y desplegaba todo su ingenio para lograr
que yo me durmiera.
A veces, recurría a la narración de cuentos convencionales. Otras, me relataba hechos
de su infancia o me describía lugares o costumbres de Asturias, su lugar de nacimiento.
Y a medida que fui creciendo, fue ese el momento adecuado para afianzar el aprendizaje de las escalas, practicar las tablas, hacer sumas y restas de memoria o deletrear palabras.
Y cuando él cansancio de ella era más notorio y mi desvelo persistente, su sutileza quedaba en evidencia diciéndome: “La que se duerme primero, es princesa”.
Y cómo yo, tenía debilidad por la corona, me convertía en bella durmiente, así de rápido.

¿Será porque todo lo antes relatado, tiene un especial significado para mí, que mi mayor anhelo, es dejarle algo mío a mis nietos? Pero no cosas materiales, sino vivencias.
Por eso, trato de sembrar en ellos, momentos que queden firmes en su memoria y que sean fáciles para el recuerdo, por gratos y tiernos.

Me mudé de casa no hace mucho, la primera primavera que pasé en ella, nació por obra y gracia del viento, en el jardín, una plantita de tomate. Admito que en sus primeros días de vida y hasta que dio su fruto, no tenía ni idea de que especie era.
Pero igualmente, le di oportunidad de crecer y los cuidados necesarios para que diera cinco tomates pequeños, que mi nieto Francisco, degustó con placer.
La primavera siguiente, compre, en un vivero local, tres plantines de tomates.
Francisco, vino de visita con sus padres, el fin de semana y sumé a mis deseos de “feliz primavera” el regalo de los mismos. Le expliqué lo que eran y le propuse ir a plantarlos al patio de atrás.
Así lo hicimos, pala y rastrillo en mano, despojamos el terreno elegido de basura, hicimos un pequeño cantero, abonamos la tierra y enterramos los plantines.
En cada paso, le fui describiendo la importancia del mismo para que prospere el crecimiento y obtener muchos tomatitos. Y así, al cabo de unas horas, dejamos la pequeña huerta, a la espera de los frutos.
Con el paso de los días, se fueron desarrollando según lo esperado. Cada fin de semana, Franc, supervisaba su pequeña plantación. En muchas ocasiones, en su afán de beneficiar el crecimiento, inundó la huerta y aledaños con agua y la cara de su madre con gestos de desaprobación, al ver las zapatillas cubiertas de barro.
Hasta que llegó el momento de cortar los pequeños tomates y probarlos.
Ah! ¡Que orgulloso se sentía! ¡Y con que ganas los comía!
Por supuesto, parte del proceso, quedó registrado en una foto. Pero lo más importante, es que con seguridad, una gran parte del mismo, quedó registrada en su memoria y que los recuerdos, serán para su alma, cómo el abono para las plantas.

Mis ganas de narrar esto, surgió después de leer un correo de Marcela, la hija de mi amiga Luisa, a quien le envié unas fotos sacadas en casa, el fin de semana y en el cual me decía, que le había encantado verlas y deseaba algún día, compartir algo así con sus nietos.
Les cuento, en una de las fotografías, se ve a mi nieta Alma, de dos años, saltando sobre mi cama. Y en otra, a ambas, haciendo lo mismo, después de haberme visto obligada a aceptar su invitación, “A shatar abuela” Ja, ¡Cómo me divertí!

Mi hija, la madre de Alma, sacó la foto que registra la hazaña. No sin antes decir:

-¡Dale nomás, a mí no me dejabas saltar sobre las camas!-

Entre salto y salto, le respondí: - Porque vos, eras mi hija. No mi nieta.-

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