jueves, 15 de enero de 2009

Doña Hortensia





Se anuncia la primavera y junto con el renacer de los brotes, recobro energía, cómo un oso, después de su letargo de invierno. Definitivamente la primavera es la estación que más espero. Aunque en el lugar que habito, sólo puedo disfrutar de ella ya avanzado el mes de octubre. Hasta entonces, el invierno se resiste, y con su último aliento, nos impone varios días más de frío, lluvias y vientos, privándonos así de disfrutar soles cargados de calor, y por consecuencia de cualquier actividad en espacios al aire libre.
Aunque todo el conjunto de la sociedad, interactúe convencido, que la primavera está totalmente instalada.
Prueba de ello, son las vidrieras afanosamente preparadas para atraer a los consumidores, desplegando un amplio surtido de prendas apropiadas para temperaturas más elevadas y marcando con su colorido las tendencias de la moda.
Debo admitir, que sin ser gran consumidora, siento debilidad por detenerme ante ellas y observarlas detenidamente.
Así fue, cómo atrajeron mi atención un par de zapatos de tacón, color rojo, que se lucían provocadores en uno de los escaparates. Quedé absorta observándolos, acariciándolos con la mirada. De pronto, las imágenes, comenzaron a desprenderse unas tras otras desde un rincón de mi memoria, cargadas de nostalgias.
Y llegó nítido, el recuerdo de doña Hortensia, una española, que junto a su marido, Don Ramón, eran los dueños del almacén ubicado en la esquina, frente a la casa de mi abuela Olvido, dónde pasé mi niñez.
Llevaba en este país más años que en su patria natal, y aun así conservaba muy arraigadas las costumbres de sus antepasados.
Solía ocultar sus cabellos bajo un pañuelo del mismo tono que toda su vestimenta, negro funesto, poniendo de manifiesto permanentemente la pérdida de algún familiar.
Y por encima de su clásico batón, llevaba un delantal confeccionado por ella misma, con la tela que reciclaba de los sacos de harina, cubriendo así pechera y falda, y manteniendo la pulcritud de sus ropas.
Muy austera en su forma de vivir, entregada al trabajo y en constante plan de ahorro. Palabras y sonrisas, formaban parte de su economía.
El almacén de don Ramón, era el lugar apropiado para satisfacer las demandas de consumo de los habitantes del barrio, sin tener que recurrir al centro de la ciudad. Cosa totalmente engorrosa por esos tiempos, ya que no se disponía de automóviles particulares y para cubrir la distancia sólo se contaba con un micro que pasaba cada media hora (con suerte) y tardaba en hacer el recorrido, mínimo, otra hora más.
Resultado, si había en lo de Doña Hortensia, se compraba ahí.
¡Y qué no había! Desde lo más imprescindible, cómo el pan o la leche, hasta lo más increíble. ¡Y si, calzado, también!
Además, se contaba con la ventaja de que la almacenera, contribuía al ahorro de las familias humildes del barrio.
Yo:-Buenos días, Doña hortensia, dice mi abuela, que por favor le anote una lata de duraznos en almíbar.-
Ella:-Vale niña, dile a tu abuela que le mando un kilo de manzanas que he recibido hoy, que son más baratas y tan sabrosas cómo los duraznos.-
Yo:-Voy a llevar, 50 centavos en caramelos masticables-
Ella:-Ala, con 25 es suficiente, guarda otros 25 para mañana, que tanto dulce daña los dientes.-
Y así fue cómo me quedé con las ganas de unos zapatos que estaban a la venta en el almacén. Había de distintos modelos y colores, pero a mí me gustaban unos rojos, tipo mocasines, de suela de cuero.
¡Deseaba tanto renovar el clásico Guillermina color negro, de goma y cuero!. Los famosos “Gomicuer”, compañeros fieles de rayuelas y más rayuelas, juegos de pelotas, carreras, saltos con la soga y más de un chapoteo en los charcos después de la lluvia, y nada, ellos inalterables. Un trapo húmedo, betún y cómo nuevos otra vez.
Y en cuanto el crecimiento del pie pedía cambio, aparecía otro flamante par de “Gomicuer”, cuando no lo heredaba de las primas mayores, claro está.
Si mal no recuerdo, creo que fue el día que cumplía yo diez años, mi abuela, a modo de regalo, me mandó al almacén a comprar un par de zapatos. Fui tan apurada, cómo feliz, con la idea fija en los zapatos rojos, me paré frente a la estantería de calzados y cuando se acercó la almacenera, le señalé la caja, que tenía escrito, “color rojo, Nº 30” y le dije, muy segura de mi misma, -Quiero probarme esos zapatos, mi abuela me autorizó.-
Doña Hortensia, sin mediar palabra, estiró la mano y bajó la caja que decía,“Nº30, color negro”, y antes de que yo pudiera decirle – Doña Hortensia, se confundió de caja-
 Me dijo: -Anda, pruébate estos, te van a durar mucho más, los otros son muy caros para el bolsillo de tu abuela, no la pongas en gastos innecesarios-.
Gran cachetada a mi autoestima y adiós zapatos de mis sueños.
Creo que a partir de ese momento se insertó en mí la idea que ciertas cosas, por más que me gustaran, las deseara y estuviera en condiciones de adquirirlas, no eran apropiadas para mí. Autocensuré mis gustos y me regí por una conducta conservadora.
El espíritu monopolizador de Doña Hortensia me acompaño por varios años, sin que me percatara de ello.
Pero esta primavera, número cincuenta en mi vida, el oso despertó con ánimo renovador y desafiante.
Llegué a casa cargando una bolsa con membrete de zapatería, y con la sensación de haberme despojado de un montón de deseos truncados. Descubrí mi reciente adquisición, ante los ojos perplejos de mi hija, que exclamó, con gestos de reprobación en su rostro.
-¡Mamá, zapatos rojos!-
Me calcé los zapatos, caminé emulando el paso de las modelos en la pasarela y le respondí: -Hija, Doña Hortensia, se murió-, dejándola aún más perpleja.
Sin esperar que entienda y sin dar explicación, di rienda suelta a la alegría que emanaba de mi alma, con el mismo ímpetu que los brotes en los árboles y comencé a cantar con placer... “De chiquilín, te miraba de afuera, cómo esas cosas que nunca se alcanzan”…
                                                    

martes, 13 de enero de 2009

Estrenando Año, recordando otros...




Entre tantos otros saludos, que recibí en vísperas de navidad, encontré en mi correo electrónico, uno del que fuera novio de mi hija Nuria. Un pampeano que cursaba estudios universitarios, al igual que ella, en la ciudad de La Plata y que conoció a través de un amigo, Franco. Quien con su compañía, le ayudaba a sobrellevar la añoranza por su pueblo. Nuria y Franco, fueron compañeros de aula desde el jardín de infantes, hasta terminar el secundario, y coincidieron en elegir el lugar dónde continuar sus estudios universitarios.
Marcos, que así se llamaba, el pampeano, es Ingeniero Aeronáutico y reside ahora en la ciudad de Neuquén. Si bien no volví a verlo, después que mi hija falleció, esta en contacto con mis otras hijas y conmigo a través del teléfono o Internet.
Vino de vacaciones al sur, en dos oportunidades y compartió con nosotros, en casa, cómo un hijo más. De ahí, que recuerde ciertas cosas que hicimos en esos momentos.
Agregado a su saludo y augurios de feliz Navidad, escribió: ¿Van a quemar los papelitos? No dejen de hacerlo.

Cada noche del 31 de diciembre, acostumbramos a escribir, cada uno en un papel, todas las cosas que deseamos el año venidero. Y en otro, las cosas que no queremos que nos vuelvan a suceder.
En la mesa, ponemos un recipiente con agua o una botella y colocamos después de las doce campanadas los papelitos con nuestros buenos deseos.
Y en otro recipiente, (casi siempre utilizo una de las latas vacías, de frutas en almíbar que abrí para hacer el clerico), antes que terminen las doce campanadas, quemamos los papeles con las cosas malas que nos han sucedido en el año que termina y no queremos que se repitan.
Los tres últimos años que estuvo Nuria con nosotros (físicamente), el ritual se transformó y se agrandó, pues ella trajo ideas renovadoras de la ciudad de las diagonales, cómo se la conoce a La Plata.
Ella se encargaba de conseguir, pedir, un mameluco viejo, de esos que usan los petroleros y que por estas tierras abundan, y vestía con él, dos palos en cruz,
Que hacían de brazos y tronco, de un muñeco. Luego, lo rellenaba con bolsas, cartones, papeles, cohetes y juegos artificiales, todos aportes que hacían los vecinos y amigos que compartían con nosotros, el espectáculo en la vereda, cuando se quemaba, pasada las doce de la noche.
La última vez que lo hicimos, el muñeco había crecido, en tamaño, en popularidad,
en espectadores y en expectativas. Lucía, además del mameluco de costumbre, una remera vieja, no recuerdo donada por quien, pero si recuerdo que no querían volver a usarla. Y cargaba en sus bolsillos, papelitos detallando sucesos que deseaban no volvieran a ocurrir y escritos por todos los vecinos que quisieron sumarse. Gran parte del barrio estaba involucrado y por ello, se pensó como escenario, el baldío que usaban los chicos a modo de canchita de fútbol.
Para que todos pudieran verlo comodonamente y no se corran riesgos de ningún accidente.
Claro, que nadie tuvo en cuenta, que en el edificio de en frente, se había instalado ese año, un escuadrón de Gendarmería. Y que no estaban al corriente de las costumbres
de la cuadra.
Terminado el brindis en cada casa, todos salimos afuera y mientras los hijos de una amiga, que compartía ese día con nosotros, situaban el muñeco en el predio, todos
Los vecinos nos correspondíamos con saludos y buenos deseos.
Asi fue, cómo en una noche no muy calurosa y con una típica brisa patagónica, Luciano,
(Ver foto), acercó el cigarrillo encendido y “Don 2001” con toda su desgracia, comenzó a arder y a explotar, siendo festejado con risas, aplausos y silbidos por todos los espectadores, reunidos para la ocasión y los casuales transeúntes que miraban sin entender mucho.
De pronto, allá a lo lejos comenzó a escucharse una sirena. ¿Alguien que festejaba?
¡Noooo! El ruido, se fue haciendo cada vez más notorio, hasta hacerse ensordecedor.
A toda prisa y para nuestro asombro, el camión de los bomberos se estacionó frente al baldío y sin que podamos dar explicaciones, manguera en mano, los bomberos apagaron el “peligroso” fuego ocasionado y con él, toda la ilusión de ver las llamas consumiendo al muñeco y su carga de malas ondas.
De ahí en más, se empezó a escuchar: “siempre llegan tarde y justo hoy no”, “bomberos y la madre que los trajo al mundo” (por decirlo de manera recatada ).
Nos quedamos sin espectáculo, pero sabiendo, que la Agrupación de Gendarmería velaba por la seguridad del Barrio, y demostraba con eficacia, su comunicación con el cuartel de bomberos.
El fin de año siguiente, quien fuera la organizadora del suceso, ya estaba cerquita de Dios y nosotros, su flia, despidiendo el año por primera vez fuera del barrio.
Aunque no falta ocasión, para que alguien recuerde el episodio con risas.
Seguramente que este año, quemaremos los papelitos, pero para armar el muñeco, falta iniciativa.
De todas maneras, gracias Marcos, por acercarme a su recuerdo.
Junto con este relato, les adjunto las fotos, que alguien tomó esa noche.
¡Ah…si, sí! Todo perfectamente documentado.
Les dejo, con mi relato de aquella noche, mis deseos de un comienzo del año nuevo mucho mejor del que terminó. Y que a medida que transcurra, colme todas sus aspiraciones.